“No puedo quedarme a dormir” le dije. El insistió y yo tuve que confesar: “No tengo calcetines”. Era verano. “¿Y qué?” No comprendió. Dudé y me sonrojé.
Tuve que contarle que en mi cama hay un monstruo devorador de calcetines, me acuesto calzada en tela y me levanto con los pies desnudos. Luego, es imposible encontrarlos.
“Pero si no llevas no te los puede quitar, y ni siquiera estás en tu cama.”
Pensé en darlo por perdido. Este chico no entiende nada.
Aún así me explique: “Si no pagas el tributo de calcetines diario, tomará represalias con los deditos de los pies. Es un minotauro de somieres. Pero me persigue allá donde voy. Un poltergeist de colchón.” Confesado mi estigma, pensé que me dejaría marchar.
No. Prefirió traer calcetines para ambos, preguntando si así me quedaría. “Sí, claro”, había ofrecido sacrificio.
A la mañana siguiente, desperté como es habitual: con sueño y maldiciendo mi suerte. No me gusta madrugar. Puse ambos pies en el suelo, notando frío sólo en uno de ellos.
Me giré y allí estaba él, moviendo sus deditos descubiertos, pero intactos. Sonreía. “Lo siento” tartamudeé. Lo había convertido en víctima parcial del maleficio. Por mi culpa tenía dos calcetines sin pareja. Él simplemente soltó una carcajada y me preguntó qué desayunaba. “¿Cereales?”
Desde entonces compartimos monstruo y nunca llevamos calcetines a conjunto.